A continuación podemos leer un extracto del capítulo que sirve de introducción al libro (corresponde a la edición 19JUN-2):
Andábamos arrancando las hojas del almanaque del 2003 cuando decidí emprender mi primer Camino de Santiago. El 14 de junio mis botas comenzaron a caminar desde Saint-Jean-Pied-de-Port, las de un joven de cabeza rapada, con 27 años y más de un duelo por resolver. No era la primera vez que decidía emprender una aventura en solitario. Años atrás, en octubre de 1999, mi maleta y yo llegamos a la estación de Chamartín sin tener muy claro qué sería de nosotros durante los días siguientes, y allí me quedé durante catorce años. Con similar actitud, hace poco menos de dos años (agosto 2017), me planté en el punto más oriental de la Península Ibérica: Cap de Creus. En aquel entonces mi mochila y yo teníamos frente a nosotros 850 kilómetros de montaña, una Travesía Transpirenaica (GR11) a la que vencer, sin saber muy bien si aquella locura pondría al fin tumba a nuestro sufrimiento —hay momentos en la vida donde la incertidumbre empapa cada uno de los poros de nuestra piel, pero por incómodos, no debes evitar vivirlos porque sabes que te harán crecer.
Francamente, me resulta difícil encontrar grandes logros en la vida que no hayan costado sudor e incluso lágrimas a aquellos que los consiguieron. Supongo que la cumbre del Olimpo (la montaña más alta de Grecia donde la mitología sitúa la casa de los dioses) no está llena de personas a las que las cosas les fueron regaladas; me atrevería a pensar, más bien, que los que allí suben lo hacen tras un camino de penuria, algo que los que hacemos montaña lo tenemos bastante presente y sabemos que aunque hay cumbres sencillas otras te pueden costar la vida.
Como el mercado es así de habilidoso y donde existe una necesidad pronto aparece una oferta que la cubra, no es de extrañar que en el ascenso, entre piedra y matorral, entre cresta y collado, aparezca alguien ofreciendo un atajo para calmar tu sufrimiento. Es algo que me sorprendió en mi primer Camino. Ya en aquel entonces los peregrinos encontrábamos amables oriundos que ofrecían portar tu mochila hasta el siguiente albergue por un módico precio.
—¿Llevarme la mochila y caminar sin peso a la espalda? —me preguntaba inquietante cada vez que me lo ofrecían—. ¿Pero a qué he venido yo aquí, a pasearme o a alcanzar mi gloria? —terminaba reafirmándome.
Algo parecido me sucedió mientras vivía el GR11. Era mi quinto día, veintiuno de agosto de dos mil diecisiete, medio día. Esa mañana había salido de Molló (Girona) y estaba haciendo una parada en Setcases (altitud 1270 m) para ingerir algunas calorías. Como no me sentía mal del todo durante la parada había decidido doblar la etapa estándar para intentar dormir más allá del Santuario de la Virgen de Núria, lo que significaba que me quedaban aún alrededor de 30 kilómetros y unos 2000 metros positivos por recorrer —cargando con la mochila que aquel día rondaría los 17 kilos—. Acababa de enviar la foto con la nueva previsión y estimaciones de tiempos a mi línea de vida* y me disponía a reanudar la marcha cuando de repente paró a mi lado un señor con una furgoneta:
—¡Hola montañero!, ¿para dónde vas? —me dijo el hombre amablemente.
—Voy siguiendo el GR11, salí esta mañana desde Molló y quiero llegar al Santuario de Núria —le contesté.
—Si quieres te puedo acercar hasta el refugio.
—¿Cómo?
—Que si quieres puedo subirte a ti y a la mochila hasta el siguiente refugio. En coche son 10 minutos y andando se te pueden ir dos horas. Por 5 euros mira el tiempo que te puedes ahorrar —me propuso sonriente con cara de que aceptaría encantado.
—Qué va, muchas gracias, voy a intentar subir yo mismo, ¡espero que me queden fuerzas! —contesté y ambos continuamos nuestro camino.
Mi colega Álvaro me dijo por Twitter con posterioridad que conociéndome como me conoce, con lo rácano que soy (según él), tenía claro que yo nunca hubiese aceptado pagar 5 euros por eso. Pero en realidad no se trataba de dinero, sino de principios.
Algo parecido a esto es lo que estamos encontrando durante los últimos años en el ascenso al Everest, una gesta al alcance de muy pocos montañeros al menos hasta hace tres o cuatro décadas. Esta semana leí que habían muerto otras cuatro personas al bajar. En lo que va de año son diez. Al parecer se forman tales colas y atascos en el ascenso y el descenso que está muriendo gente por tropiezos con otros montañeros (o por tener que estar en la cumbre más minutos de lo necesario). Como podemos imaginar muchos de los que suben lo hacen pagando una gran suma de dinero a empresas que se encargan de ponértelo todo fácil, de forma que pasear en rebajas por El Corte Inglés sea tarea con más enjundia que el ascenso a la cima, y esta facilidad está provocando que personas no preparadas emprendan el camino de ida pero nunca de vuelta.
A lo largo de la vida he observado que hay distintos tipos de personas. Los de Pepsi frente a los de Coca-Cola; los que no cambiarían su taza de Cola Cao ni por cinco de Nesquik; los que ponen el rollo de papel higiénico con el lado de tirar pegado a la pared frente a los que lo ponen más próximo al rey del trono; los que son más de Nutella que de Nocilla y los que prefieren el camino duro pero sincero frente al pícaro del atajo.
A priori no encuentro argumentos sólidos para defender unas opciones frente a otras. Ahora, la que sí tengo clara es la última: personalmente mi opción es la del camino duro y sincero frente a la de los atajos que te facilitan el acceso a la cumbre. No discuto que habrá situaciones donde tomar el atajo no perjudique a nadie y probablemente sea la opción más racional, pero en el mundo social en el que vivimos a veces tomar atajos frente a otros que no lo hacen puede suponer una ventaja ilícita de los primeros frente a los segundos, lo que podría derivar en una situación de injusticia.
Y entramos en un tema pantanoso. ¿Justo o injusto para quién, dónde y en qué época? Abordar cuestiones morales o éticas es complicado y por mi total desconocimiento tampoco voy a embarrarme en esto. Permitidme tan solo que os cuente otra pequeña historieta de mi juventud para ilustrar mi particular, y quizá criticada por muchos, forma de ver la justicia.
Supongo que sería entre sexto y octavo de EGB (entre 11 y 14 años). Por aquellos entonces los chavales de los colegios del pueblo celebrábamos los juegos escolares. Era una especie de liga deportiva, no recuerdo de cuántos deportes, pero de baloncesto al menos sí, que es a lo que nosotros jugábamos. Nosotros éramos Los del virgen y luego estaban Los del conde y los demás. El primer año nuestro nivel jugando era pésimo. Nos juntábamos algunas tardes a entrenar en el patio del colegio agradecidos a los profesores que nos dejaban un balón de baloncesto para poder entrenar (ninguno de los que nos juntábamos teníamos balón propio, ¡eso era un lujo en aquella época!). En alguna ocasión Don Santos pasó alguna tarde con nosotros intentando adiestrarnos de alguna forma, pero fueron pocas tardes. Los recuerdos son confusos y no estoy seguro de si alguna vez llegamos a ganar algún partido durante el primer año. El segundo o tercer año, no recuerdo bien, a principio de temporada habíamos avanzado de muy pésimos a pésimos, pero lo cierto es que con la práctica de los partidos conseguimos alcanzar el nivel de mediocres e incluso encestábamos de vez en cuando; defendiendo éramos bastante buenos, eso sí. La cosa la teníamos complicada porque a la desgracia de nuestro nivel digamos… poco desarrollado, se unía la supremacía de Los del conde, que eran los malotes del pueblo, los que vivían por el Barrio de San Cristobal y por el Casco Viejo*. Eran unos bestiajos a nuestro lado. Ellos tenían un profesor que los entrenaba dos o tres veces a la semana, algunos de ellos ya jugaban en el club del pueblo, y para colmo eran unos brutotes que nos sacaban dos o tres cabezas (allí estaba El rojo, El gero y toda esta panda…). Sí, eran mucho mejores que nosotros, todo hay que decirlo, y teníamos poco que hacer a su lado. Pero resulta, este es el recuerdo que tengo, que hubo especialmente un partido que ellos jugaron muy mal (no asistieron los titulares) y nosotros jugamos muy bien, en el que el árbitro (Juanfran) pitó descaradamente a su favor y perdimos por dos o tres puntos —vale, este es el punto de vista totalmente sesgado de un niño compitiendo, lo admito—. La injusticia que sentimos fue terrible. La sensación de indignación y de impotencia de estar tan cerca y no haber conseguido la victoria por culpa de un mal arbitraje era indescriptible**. No recuerdo si finalmente fuimos a hablar con el alcalde del pueblo o no, pero lo estuvimos pensando, ¡qué injusto nos pareció aquello!
Las semanas pasaron, el fin de curso llegó y con él la ceremonia de la entrega de premios. A nosotros nos iban a dar la copa de segundos, que realmente la merecíamos, pero estábamos muy dolidos por la injusticia que vivimos en aquel partido. Nos planteamos no ir a recogerla pero finalmente decidimos ir. Esto sí lo recuerdo bien. Los del Patronato Municipal de Deportes montaron un pequeño escenario próximo a la puerta de la Plaza de Toros, con un micro y unos altavoces y una mesa llena de copas para entregarlas. Mientras estaban entregando las copas a otros deportes, los tres o cuatro del equipo que fuimos a la movida discutíamos qué hacer, ¿recogerla, no recogerla? —Sí, sube tú… No tú… Vale, pero hablas tú…— estuvimos un tiempo con la trifulca. Nos nombraron y subimos tan felices y contentos (puro teatro). Recuerdo que subí yo con alguien más (no sé si fue Paco Hita, no recuerdo bien), tomamos la copa mientras el público aplaudía y le pregunté a Juanfran si podíamos decir unas palabras. Un poco extrañado me dijo que sí. Cogí el micro y dije: —Muchas gracias por la copa, pero no la queremos por la injusticia que hicisteis con nosotros en aquel partido. Así que para vosotros…— y no recuerdo exactamente si fue mi colega o yo, la lanzamos volando por lo alto para atrás saltando el muro de la plaza y salimos corriendo de ahí. La cara con la que se quedaron no tiene precio. He de confesar que estuve varias semanas encerrado en casa con miedo por si venían los municipales a por mí. Tengo que preguntarle a Juanfran algún día si se acuerda de aquello .
Ahora, casi 30 años después, quizá lo veo un poco duro, no el discurso que echamos, sino lo de tirar la copa para atrás, ¡menudo peligro si le cae a alguien sobre la cabeza!
No es que quiera justificar aquello pero hemos de reconocer que la sensación de injusticia probablemente es la que más dolor psicológico nos provoca (ese dolor que nace en la boca del estómago y que es capaz de cortarnos la respiración). Por ejemplo, en las fases del duelo que conlleva la pérdida de un ser querido, en la segunda nos inunda un terrible sentimiento de ira que viene provocado por la sensación de injusticia: ¡no es justo que esto nos haya pasado a nosotros! Y como decía antes de entrar en la historieta y para cerrar el círculo, quizá los que toman atajos para llegar más rápido a la meta frente a los que siguen el camino y las reglas marcadas estén cometiendo una terrible
injusticia y un daño difícil de reparar.
Pero dejémonos ya de historietas porque aquí hemos venido a hablar de Ciencia .
Durante estos últimos años de interés por conocer lo que se esconde tras las malas prácticas de investigación he tenido oportunidad de hablar sobre el tema con muchísimos compañeros, investigadores de ciencias naturales, de ciencias sociales, profesionales de otros sectores… intentando tomar distintos puntos de vista para construirme una idea más rica sobre el problema.
Una reflexión que moduló bastante mi juicio fue la que Severiano Arias compartió insistentemente conmigo durante distintos intercambios a través de Twitter: los investigadores son personas y la flaqueza, como otras debilidades, está en la condición humana.
Este punto de vista para mí suponía un cambio de paradigma. Antes de entrar en el mundo de la academia mi percepción estaba muy sesgada por la visión externa de la profesión; los médicos y científicos son los profesionales más valorados por la población año tras año* y si a esto le sumamos el halo mágico del que algunos científicos les gusta envolverse, es normal que la población externa pueda considerarlos ajenos a las debilidades de la carne. Pero como vamos a ver en las siguientes trescientas páginas, esto no es así, y Severiano iba en la senda acertada con su insistencia: en todos sitios cuecen habas —me decía—, y la debilidad humana transciende más allá de la dedicación profesional de cada cual —algo que también apuntaba Richard Smith (exeditor del British Medical Journal) en el diario ABC en 2015: «Sería una ingenuidad pensar que la investigación es una excepción a las faltas que el hombre comete en otras actividades».
Y así, como humanos, nos encontramos investigadores que ante determinadas circunstancias, motivados por una u otra razón, en algún momento determinado deciden tomar un atajo para subir a la cumbre, a pesar de que esto pueda suponer una gran injusticia para los compañeros que eligen el duro y largo camino marcado por los hitos de la senda adecuada.
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